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Las fronteras entre la salud psíquica (y, dicho sea de paso, física) y el campo de la enfermedad son siempre arbitrarias y se trazan según el sistema de referencias vigente en cada momento en una sociedad.

 

Jean Améry

El término salud mental resulta omnipresente en los últimos tiempos en multitud de ámbitos: políticos, médicos, psicológicos, laborales, artísticos, literarios y deportivos. Este concepto ha permeado en toda la sociología y lo que no queda nada claro es de qué se está hablando al referirse a ella.

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La Organización Mundial de la Salud (OMS), definió, en 2004, la salud mental como “un estado de bienestar en el que el individuo se da cuenta de sus propias capacidades, puede hacer frente a las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera, y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”. Se han sucedido definiciones (como las del American Psychological Association, Public Health Agency off Canadá) en las que se ha enfatizado el bienestar de la persona y en la contribución que ésta hace a la comunidad. Así, en 2022, la OMS aportó una nueva definición en el Informe sobre Salud Mental Mundial: “un estado de bienestar mental que permite a las personas afrontar las tensiones de la vida, realizar sus capacidades, aprender bien y trabajar bien, y contribuir a sus comunidades”.

No podemos asumir que la salud es la mera ausencia de enfermedad mental. El concepto de bienestar mental es muy cuestionable y problemático; la American Psychological Association lo define como “un estado de felicidad y satisfacción, con bajos niveles de angustia, buena salud física y mental en general y buenas perspectivas, o buena calidad de vida”. Sin duda la alegría, el placer, la satisfacción y el gozo son componentes de la salud pero resulta esencial también apuntar que, a su lado, la tristeza, la ira, el enfado, el duelo y el dolor psíquico funcionan como reacciones saludables ante muy diversas circunstancias y realidades vitales y sociales. Por otra parte, la alusión a la productividad y la contribución a la comunidad, llevaría a considerar que amplios grupos de nuestra sociedad -entre ellos ancianos, adolescentes, miembros de grupos marginados o marginales- deberían ser valorados como personas con problemas de salud mental.

El caso es que la vitalidad mental nos proporciona la capacidad de combinar y armonizar los tres elementos básicos de la conducta humana que son el sentir, el pensar y el actuar, configurados en un equilibrio dinámico, permanentemente en transformación, inestable y mutante. Las formas en que vivamos y realicemos el afrontamiento y la elaboración de las crisis nos permitirán establecer, de manera progresiva, un nuevo equilibrio de mayor diversidad y complejidad, que nos dará una buena medida de nuestra salud mental. Este conocimiento nos aportará elementos para afianzarla y paralelamente nos ayudará a evitar los caminos personales y relacionales que pueden dañarla.

Pese a su aparente sencillez, la consideración que John Bowlby realizó en su libro de 1979 sobre vínculos afectivos se puede considerar como un eje rector de la salud mental: «el funcionamiento sano de la personalidad en cada edad refleja, primeramente, la capacidad de un individuo para reconocer figuras adecuadas, aptas y dispuestas para proporcionar una base segura y en segundo término, su capacidad para colaborar con tales figuras en relaciones mutuamente fructificantes».

Autor: Antonio Sánchez González

Psiquiatra- Psicoterapeuta – Perito Judicial
Especializado en el trabajo con personas afectadas por acontecimientos traumáticos

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