La labor clínica nos ha enseñado que la capacidad de tolerar la condición de víctimas está, al menos en una parte, en función de cómo las personas que se encuentran bien se han manejado con sus propios infortunios.
Bessel Van der Kolk
El conocimiento de algún desastre en algún lugar del mundo forma parte de nuestra cotidianidad. Esta presencia tan permanente y reiterada, a través de los medios de comunicación, conduce a una demanda general, que se va intensificando progresivamente, para que las instituciones y las autoridades hagan algo con respecto evitar la angustia inherente a los desastres.
Con el título: «intervenciones de salud mental para las personas víctimas de desastres: qué no hacer» se ha publicado una interesante reflexión en la Revista de la Asociación Mundial de Psiquiatría sobre diversos aspectos concernientes a las catástrofes muy importantes para tomar en consideración.
La idea de que la población en general es propensa al pánico ante una catástrofe es repetida hasta la saciedad y es radicalmente falsa; pese a que tenemos constantes evidencias de que los comportamientos de los afectados no se corresponden con este mito, éste mantiene su vigencia.
Como norma general, los seres humanos somos mucho más resistentes a las adversidades de lo que desde muchos ámbitos profesionales se plantea. Se difunde la idea de una extrema vulnerabilidad general y se subestima la resistencia a la adversidad que los humanos hemos tenido y tenemos. Esta posición ha conducido a la propagación de la idea de que es necesaria una intervención psicológica inmediata tras vivir un trauma.
La evitación del inicio del trastorno por estrés postraumático era la concepción que sustentaba la necesidad de un abordaje inmediato. La evidencia actual, con la que contamos a través de diversos estudios, nos muestra que las personas a las que se les proporciona diversos enfoques de intervención psicológica postraumática tienen una salud mental, a largo plazo, más deficiente que aquellas con las que no se realizó ninguna intervención.
Podemos afirmar que las técnicas de intervención inmediata no se debieran utilizar de forma sistemática y que la conducta expectante durante el primer mes después de la vivencia de un suceso traumático es el mejor procedimiento que podemos considerar en la actualidad.
Se alerta sobre los efectos negativos que se pueden ocasionar cuando a las personas se les tacha incorrectamente de tener un problema de salud mental cuando lo que tienen es una reacción ante un hecho anormal en sus vidas. Cuando las intervenciones se realizan sobre profesionales es muy frecuente que exista un temor a la estigmatización o que el exponer con honestidad las repercusiones que los efectos del trauma tienen en ellos pueda acarrear limitaciones en su carrera profesional.
Sí han mostrado eficacia los programas de cribado en los que se selecciona a personas con alto riesgo para poder ofrecerles ayuda psicológica; en estos programas se puede ofrecer atención a muchas personas que, por diversas circunstancias, una de ellas su psicopatología, no buscarían ningún tratamiento. El buen soporte social, la camaradería, las redes comunitarias y esencialmente el apoyo entre pares son los elementos esenciales para el afrontamiento de las consecuencias de las adversidades.
El artículo termina con una consideración que es imprescindible tener siempre presente en el afrontamiento de los desastres: «la ciencia ha ayudado a confirmar que es mejor basarse en brindar apoyo a los vínculos entre las personas dentro de las poblaciones y organizaciones expuestas al trauma para mitigar el impacto psicológico de los desastres que recurrir rápidamente a “expertos” que no comprenden apropiadamente a los afectados o la situación a la que las personas han estado expuestas».
Autor: Antonio Sánchez González
Psiquiatra- Psicoterapeuta – Perito Judicial
Especializado en el trabajo con personas afectadas por acontecimientos traumáticos