Cada vez que alguien muere por su propia mano, o intenta morir, cae un velo que nadie volverá a levantar, que quizás, en el mejor de los casos, podrá ser iluminado con suficiente nitidez como para que el ojo reconozca sólo una imagen huidiza.
Jean Améry
El duelo por el suicidio trastoca la estructuración y la organización familiar de una forma en la que no lo hace ninguna otra muerte. Resulta conveniente precisar que un sistema familiar es una entidad psicológica que, ante esta situación, vive un punto de inflexión en el que su unidad psíquica se rompe. Frente a este trance, se aúnan dos procesos; por un lado, una vivencia individualizada y personal de cada uno de los miembros y, por otro, la reestructuración que realiza el clan. Esta segunda parte se torna más compleja, ya que requiere la colaboración de todos los integrantes de la familia.
Tras la muerte del suicida es difícil dialogar: las palabras no pueden abarcar el torrente de emociones y de ideas que se agolpan. En ese contexto, se evita hablar y expresar todo lo que pudiera ser conflictivo y así se genera un incremento en la dificultad para exteriorizar sentimientos de gran complejidad y de dificultosa verbalización. Ante este hecho tan traumático, sobrevuela el cuestionamiento de si ese suicidio es la manifestación de una disfuncionalidad familiar; el espectro del muerto planea sobre la identidad del grupo, que se vive a sí mismo con una tara común e irresoluble. El suicida deja muchas incertidumbres y transfiere sus secretos a los familiares vivos.
Las diversas formas de negación son la primera dificultad a sortear en cualquier proceso de duelo. La muerte autoinfligida no es aceptable para la mayoría de las personas y en la mayoría de las culturas y esto genera un cuestionamiento moral tanto sobre el muerto como sobre su familia. La tendencia al mantenimiento de la estructura previa lleva a no asumir la transformación radical que la muerte ha producido. Con frecuencia, se intenta que alguien asuma el rol del ausente. Se trata de una dinámica tremendamente compleja en la que se le pide a ese integrante familiar que renuncie a sí mismo y mantenga de alguna forma, para la estructura familiar, al muerto con vida.
Frente a esa circunstancia, la vergüenza, la culpa y el estigma generan actitudes y comportamientos que fraguan unos pactos, tácitos y robustos, con un gran componente inconsciente, para ocultar los hechos. En ese escenario, se expande la idea de que no fueron capaces de contener al suicida, de que no supieron actuar, que deberían haber hecho algo diferente y así se hubiera evitado el fatal desenlace. Ante esta situación, la mirada de los otros es vivida como acusatoria y recriminadora; los deudos pueden sentir, y en esta sensación colaboran muchos cercanos, que actúan como espectadores, que no tienen capacidad de manejo de la situación, y que son meros portadores y difusores de una simiente de muerte y el suicidio es su destino.
Cuando la pérdida no es elaborada no se establece una nueva estructura familiar que será la que pueda compensar el daño y encontrar una forma nueva de equilibrio. Mitos y falsedades relacionadas con la muerte del suicida alumbran historias ajenas y tejen relatos muy alejados de la realidad de los hechos. En esta situación, el sistema familiar busca sustituciones y sucedáneos que mantengan la estructura previa en un sólido y arraigado equilibrio patológico.
Resulta útil señalar que en nuestra sociedad se ha desarrollado y se ha consolidado la perniciosa actitud social de excluir a los niños de todos los procesos en torno a la muerte. Frente a esa dinámica tan nociva resulta muy importante realizar el desarrollo, siempre dificultoso, de incluir a los niños de forma clara y explícita en el curso del duelo familiar. De lo contrario, nos abocamos a un callejón sin salida en el que lo secreto, lo oculto es no comunicable y así se convierte en no pensable y se mantiene como un tumor emocional que se encapsula y genera diversas metástasis psíquicas, que podrán manifestarse con el tiempo en forma de diversas disfuncionalidades psicológicas «inexplicables».
Ante la muerte de un familiar, resulta imprescindible hablar, explícitamente, con claridad, sin ocultación, sin eufemismos. De esta manera se destierra el silencio y se posibilita el hecho de sostener la ausencia en el recuerdo. De lo contrario, cuando la muerte por el suicidio se convierte en algo secreto y camuflado, es el sustrato de una disfuncionalidad familiar que se mantiene y se expande en varias generaciones.
Autor: Antonio Sánchez González
Psiquiatra- Psicoterapeuta – Perito Judicial
Especializado en el trabajo con personas afectadas por acontecimientos traumáticos