Todas las maneras de sentirse uno feliz se parecen entre sí; pero los desdichados ven siempre en su infortunio un caso personalísimo.
León Tolstói
El apoyo social aporta recursos psicológicos y materiales, y es un factor de protección personal que puede ayudar en el afrontamiento de situaciones traumáticas, amortiguando el impacto de éstas.
Sin embargo, ofrecer o recibir este respaldo resulta muy problemático y conflictivo cuando las necesidades de los damnificados entran en colisión con las del entorno. Hace unos días, me manifestaba una persona, profesional sanitario, sus sentimientos de tristeza, rabia e impotencia, «ante la verbena de las 8 y las fiestas del yoga, y los bizcochos por wasap». Su padre ha fallecido hace unos días en una residencia y tiene sobrados elementos para pensar que no ha recibido atención suficiente, y que ha muerto solo y abandonado «como un perro»; de manera que se encuentra en el inicio de su complicado duelo, con sentimientos de culpa e indefensión. Transita pues una situación en la que muchas de las manifestaciones sociales vinculadas a la catástrofe del coronavirus le dañan de forma muy especial.
El soporte social, cuando es percibido y recibido como reparador, tiene un efecto emocional positivo, que se traduce en una activación de los sistemas neurobiológicos que inhiben las respuestas de temor e incrementan las de confianza y seguridad.
Ante los problemas y los retos que nos presenta una pandemia como la del coronavirus, la sociedad puede aportar oportunidades para afrontar las dificultades, fortalecer e incrementar la resistencia a la adversidad, y ser un soporte para el desarrollo de las capacidades personales de elaboración de lo traumático. El sostén que la comunidad puede dar es de varios tipos: sensación de pertenencia a un grupo que protege y da cobijo a sus miembros; provisión de recursos físicos y materiales que faciliten la resolución de problemas prácticos; apoyo cognitivo-informativo, proporcionando datos, guías y consejos de afrontamiento; así como apoyo emocional que conduzca a ser y sentirse respetado, querido y estimado.
Se establece, en definitiva, un proceso dinámico de interacción entre la persona y su entorno, en el que resulta imprescindible distinguir entre las ayudas a corto y a largo plazo. De la misma manera que percibir que contamos con personas dispuestas a cuidarnos y apoyarnos nos genera un sostén personal, la desaparición de estos apoyos y, sobre todo, el incumplimiento de las expectativas que nos habían asegurado genera desamparo y una extrema indefensión. Tras una oleada inicial de apoyo y comprensión, que podemos valorar incluso como desmesurada, a medida que pasa el tiempo y que los efectos globales de la crisis se van diluyendo,se debilitan los soportes y se va instaurando la indiferencia e incluso un sutil rechazo hacia los damnificados. Las víctimas son la constatación palmaria de la vulnerabilidad, del egoísmo y de la maldad humana dentro de un mundo que transita por el camino del olvido y de la negación de la existencia del dolor y del abandono.
La generalización de la herida: «todos estamos afectados», «nos afecta a todos»; plantea un sufrimiento colectivo que es una minusvaloración del daño de aquellos que han vivido de forma especialmente complicada la catástrofe. Con mucha frecuencia, se produce una instrumentalización de los damnificados para intereses que se alejan enormemente de su cuidado y de sus necesidades; pierden de este modo su identidad personal y se convierten en «colectivo», un elemento utilizable para fines sociales, políticos, económicos e incluso científicos.
Los seres humanos tenemos una gran capacidad de desarrollar mecanismos de afrontamiento y de adaptación ante situaciones traumáticas; así mismo,las sociedades tienen enormes potencialidades de aclimatación. Eso sí, el mantenimiento en el tiempo de una, siempre frágil,dinámica entre lo individual y lo general será el eje esencial que permitirá resistir e incluso crecer tras la catástrofe.