Mi abuelo no era una persona de mentalidad abierta, gracias a la mili y a la guerra. Cuando se enteró que yo iba a estudiar Psicología, su mirada (también era de pocas palabras) siempre severa, se tornó en otra de grave preocupación. Verano tras verano me preguntaba qué asignaturas tenía, y cuando yo acababa de relatarle preguntaba: ¿y kárate? a lo que yo le respondía que a lo mejor en 4º o 5º, con la especialidad de clínica. Cuando supo que me licenciaba y que en la facultad no se ocupaban de los músculos, fue directo al grano y me preguntó: – ¿pero tú te has mirado al espejo, hija? A mí me descolocó:- si padre. Y a continuación a bocajarro:- ¿Tú sabes la fuerza que tiene un loco?. Casi descarrilo, como fue agricultor sus temas de conversación eran la huerta, los animales de corral, las cosechas y las témporas, así que la palabra loco tenía que derivar de “otros campos” en los que lo vivido fue imborrable, pero de lo que apenas pudo hablar, y cuando lo hizo fue breve y al punto en cuestión, como en esta ocasión.
Efectivamente, con los bombardeos y los tiroteos muchos hombres se volvían locos de repente y de remate, y entre dos o tres (a veces cinco) compañeros los tenían que sujetar, -“no te lo puedes imaginar, les entraba una fuerza sobre humana”. Y ahí había que estar agarrándolos fuerte, o incluso atándolos para que no se hicieran daño. La teoría sobre la cura que manejaban era que “la repetición” de aquello que arrebataba la cordura: el estruendo de un bombazo o el silbido de unas balas perdidas, devolvía la sensatez o la calma; el tratamiento era sujetar muy fuerte, acompañar todo el día y esperar, mientras, uno le alimentaba, otro le cantaba, otro le hablaba,…
Entiendo que en aquel estado de agitación y ofuscación, o de estupefacción y extravío desencadenado, al estar bien amarrado por los compañeros esa persona constataba poco a poco que no sólo no estaba muerto, si no bien vivo, y además que no estaba solo; el nuevo estruendo les devolvía a la realidad, en la que tenían que supervivir.
Esa fuerza sobrehumana que da la locura, de la que mi abuelo fue testigo, es el resto que nos queda a los seres humanos, cuando la subjetividad se retrae totalmente en el instante en el que la realidad te confronta con algo que atraviesa tu ser sin matarte. La Psiquiatría y la Psicología siguen buscando las llaves y las fórmulas para contener esa fuerza, prestándose para escuchar el desvarío, la penuria y la calma.
No hay en el Psiquiatra o en el Psicólogo una fuerza ni un saber sobrehumanos, pero sí la voluntad de tejer una relación sincrónica, sintónica y temporal con el paciente, en algunos momentos con una presencia silenciosa, en otros tomando la iniciativa, en otros inventando, interpretando, siempre dialogando, para realizar la tarea de encontrar un sentido a la vida de cada uno.
Autor: Encarnación Díaz Catalán