No son todos los que están.
Hace más de una década, casi dos para ser sincera, un niño de 7 años que vino a la primera entrevista con su madre, cuando le pregunté qué le traía a la consulta me dijo: “tengo un tedehache, como el cabrón de mi padre, y ella (su madre claro) quiere que me lo quites sin pastillas”. Le pregunté que dónde “lo tenía”se quedó pensando y se llevó las dos manos entre el pecho y la barriga y dijo: “desde el corazón sale por los brazos y los pies y por la boca”, haciendo un gesto de onda expansiva, como de entregar lo más íntimo a quienes estuvieran alrededor.
En aquella época este niño era el único de su clase con tedehache, y en su casa también porque como bien dijo el padre: él podría estar como una cabra, pero eso de trastornado (la T es de trastorno) es otro cantar. Y su hijo tampoco, es más estaba seguro que cuando tuviera una moto dejaría de ser tan molesto en casa, y en el colegio, y se iría a dar la lata por ahí, y aquí paz y mañana gloria.
Desde entonces he releído muchas, muchas veces los criterios diagnósticos del TDA con H o sin hache, si leen conmigo: “no prestar atención a los detalles, dificultades para mantener la atención, no seguir instrucciones, dificultades para organizar tareas, extravío de objetos necesarios, mover en exceso manos y pies, hablar en exceso, dificultades para guardar el turno, inmiscuirse en las actividades de otros,…” Es inevitable ir visualizando a la suegra, a la propia madre, a algún profesor, a uno mismo conduciendo, a lo mejor a algún amiguito de la infancia muy pesado, con el que te liabas a tortazo limpio para acabar, ambos, más mansos que las aguas de un remanso. Es una categoría en la que puedo identificar a las figuras significativas de mi entorno incluyendo al gato, así que cómo estaré yo.
La ciencia ha ido aportando evidencias de la existencia de esta enfermedad, y las ha localizado en el cuerpo material. Y efectivamente, con el paso del tiempo han sido miles los niños y niñas a los que se les ha diagnosticado TDAH, una generación y media (o dos) que nacieron bajo el prisma de esas siglas, que han padecido el sambenito de trastornados, por desatención e hiperactividad (¿solo suya?), y que son (para la ciencia y la sociedad) ese cuerpo constituido por la genética y los déficits, con sus efectos colaterales, secundarios y crónicos. Niños y niñas, y sus familias discriminados en el cole, descalificados en casa, descatalogados para las actividades lúdicas. En una posición vital construida con fragmentos de las cualidades de la época en la que nacen y que están condensadas en la definición de esta enfermedad: dificultad, exceso y extravío. Que entran en la pubertad con una medicación que les hace sentir robotizados, con los afectos narcotizados, con el sentimiento de pertenencia alterado y con la única facultad de actuar (o de moverse) para anclarse a la vida a la que desafían de manera desvergonzada y terca.
Estos niños y niñas, y sus familias, tienen una historia y un discurso propios que marca y constituye su cuerpo y su subjetividad de manera singular. Pero la homogeneización que produce el discurso científico lo ha cortocircuitado por el efecto de humillación que causa. Perdiéndose para ellos la posibilidad de establecer un diálogo personal, en el que con palabras como revoltoso, inquieto e incluso impertinente (también moto y cabra) les permita abordar el malestar que encarnan o padecen, y las posibilidades que abre para pensar otros recorridos y otros sentidos.
Hay que abrir por lo menos una trampilla en lo íntimo, por la que la mayoría de estos niños y niñas podrán escapar de esa balanza colocada en los mismísimos circuitos neuronales, que invariablemente obtiene déficit. Trampilla hecha de más diálogo y menos estadísticas. Dejando a un lado las enfermedades, sobre todo si no se padecen ninguna.
Autor: Encarnación Díaz Catalán