La vida añade nombres al propio: cáncer, parado, inmaduro…
Nombres que se hacen visibles en las cicatrices, las torpezas, las pintas.
Y sin darnos cuenta se quedan ahí, sin remedio. A tus espacios privados y sociales van por delante, presentándote, y cuando te das la vuelta ahí están también.
Se ven, con los ojos abiertos y los ojos cerrados. Son como una puñalada por delante y por detrás, como un bofetón en las dos mejillas.
No se inventa una firma con ellos, pero los que saben (y los que hacen estadísticas) los escriben en informes, para que quede constancia, de por vida.
Cuando te dan un diagnóstico o te clasifican, cuando te dicen que eso eres, se sufre un impacto físico como el de toneladas de arena cayendo sin parar sobre uno, sientes que tendrás que mover tu corazón con la voluntad porque bajo el peso de esas palabras leídas o pronunciadas, la existencia se cancela. La forma de ver la vida y de relacionarte, cambia. Cuando te encuentras con alguien, sientes que el otro te mira como nunca, prestándote su dolor por si no tuvieras suficiente con el propio. Aunque es compasión de la buena, esa mirada no traspasa, construye el marco de la profunda soledad que portamos.
Algunos diagnósticos son importantes. Nos recuerdan que tenemos que cuidarnos más o mejor, o que tenemos que activarnos y buscar “lo que sea” incansablemente. Hasta que un día descubrimos un cajón repleto de medicamentos, o planteándonos ir al Congo a trabajar, o los de alrededor nos preguntan si les seguimos queriendo. Estos son los primeros síntomas de que perdimos la cabeza, de que los diagnósticos y los juicios conducen nuestra existencia, y nos hacen olvidar que somos una persona, un sujeto que debería ser tenido en cuenta.
Es el momento de parar e ir a donde nos permitan ser escuchados y tratados de una manera digna, para recuperar el nombre que nos dieron al nacer porque nos consideraron un ser humano lleno de vida.
Autor: Encarnación Díaz Catalán
